Naturaleza de los ríos es correr
y su verbo fluir.
Han caído del cielo,
de la lluvia o del cerro.
Llevan en sus cauces sapos y sangre, saúces y sed.
Algunos fueron concebidos en lechos de amor
por mujeres mortales,
y dieron nacimiento a héroes, a tribus
y hombres secos de todos los días
que los llevan por nombre.
Son figurados como un cuerpo verde
con las piernas cruzadas y los brazos abiertos,
un espejo cambiante que refleja a un ojo que huye,
un agua dulce que camina de prisa.
En la adoración de las gentes
merecieron un altar, no un templo;
si les arrojó en sacrificio caballos y bueyes,
doncellas vestidas de los atavíos
de una diosa con la cara amarillenta.
En este valle verduzco.
antes corrían ríos rutilantes
cenizos, castaños y cárdenos,
púrpuras, perdidos y pardos;
quebrajosos, vocingleros, berreando
bajaban de la montaña humeante,
salían a los llanos lerdos,
tentaban a la temprana Tenochtitlan.
Hoy van mugiendo entubados, menguados,
pesados de aguas negras, crecidos de mierda;
ríos sin riberas, risibles, con riendas,
rabiosos, rabones, ruidosos de coches;
avanzando a tumbos por la ciudad desflorada,
desembocando en los lagos letales,
y en el mercado mar, que ya no los ama.
Aridjis, Homero. “Los ríos.” Eyes to See Otherwise: Selected Poems = Ojos, de otro mirar. Eds. Betty Ferber y George McWhirter. New York: New Directions Book, 2002. p. 202.