A Cloe y Eva Sofía
Seguimos al jaguar toda la noche.
A ratos se detenía para observarnos.
Con sus ojos de sol ebrio. Elusivo.
Cuando nos acercábamos había escapado.
Íbamos detrás de él como detrás de un mito.
Todos los animales habían muerto.
Los que no habían muerto estaban enjaulados.
Sólo nos faltaba el jaguar rojo.
Salimos en su persecución al caer la noche.
Le aluzamos la cara en la espesura.
Depredador depredado, lo reconocimos
por las manchas negras en su piel solar.
Nosotros quemábamos copal.
Poníamos trampas a su paso.
Con máscara de felino
danzábamos su danza.
Conjurábamos a las serpientes
del mito y de la historia,
las que vierten por sus fauces
fantasmas en la tierra de los vivos.
Sus ojos amarillo ámbar
no dejaban de mirar
a través de los arbustos
nuestros ojos ebrios de codicia.
Delirábamos en voz alta.
Teníamos proyectos en las manos:
“Construir un hotel aquí, una carretera allá,
un campo de golf, una discoteca”.
Andando sobre los k’an che,
las piedras que hablan de noche,
oíamos los gruñidos, los rugidos
de su voz profunda.
En el camino del machete
los perros blancos le ladraban
desde abajo del árbol seco,
en que se había encaramado.
Fuimos tras él hasta la Cueva.
En su laberinto de entradas y salidas,
se nos perdió. Nadador de la nada,
por el río subterráneo iba en un tronco.
Lo perseguimos por el bosque y la sabana,
por la montaña y el manglar. El alma viajaba
por la Vía Láctea. De las fauces de la Serpiente
Emplumada colgaba Venus como una perla.
A sus dioses ancestrales en la sabana llamó
chillando por la muerte de la Selva,
de los Animales y los Árboles
en la Era de la Extinción.
Amarillo de luz no estaba lejos
del antiguo Árbol del Mundo.
Con su collar de jades y de espejos,
estaba la Serpiente concebida en el Mar.
En el lugar del Sueño Negro
sonaba el sarcófago abierto,
del que emergen los espíritus
hablando como tú y yo.
“Va a bajar por aquí, la sombra salta
hacía nosotros”, dijo un cazador.
Pero no bajó, porque el dios Jaguar regresaba
a su trono de piedra negra en Chinchén Itzá.
Allá, mientras devoraba a su presa,
lo apresamos. Lo trasladamos a un zoológico.
Hacia nosotros venían ríos de coches
por todas las vertientes del ruido.
El provocador de los eclipses,
el señor de la noche estrellada,
el dios Jaguar, ahora
está encerrado en una jaula.
Aridjis, Homero. “La cacéria del jaguar rojo.” Poemas solares: Solar Poems. San Francisco: City Lights Books, 2010. pp. 54-60.