Aquel que desprenda un árbol de la tierra,
que lo desvincule del conjunto de otros árboles,
que lo elimine del paisaje
arrasándole la entraña de savias,
que le destroce
y haga leña de él
y humo fatal contra el organismo del Cosmos,
entonces ya sabemos lo que se debe hacer:
¡colgar el árbol del cuello del arboricida!
Si éste mismo arranca una planta inocente
o le mutila las ramas
o empequeñece de un corte su tamaño,
si le rompe o le hace astillas o lo quiebra
como el brazo a un niño,
si le despedaza la columna que le hace atarse a la luz,
entonces ya sabemos lo que se debe hacer:
¡despellejémosle al bárbaro la planta de los pies!
(El agitado viento de los temporales zamaquea con rigor
el enhiesto universo del monte
y el conventual silencio de sus dioses.
Dobla a los árboles como hundiéndolos
en el abismo del amén.
Pero el desbordado entusiasmo del ramaje explica
la fiesta inesperada y su inusitado regocijo.
¿Y las aves? El templo del monte las refugia).
Y otra vez el sujeto
-el de cada día en su multitud desaforada-
aplicando el punto irracional de sus ojos,
revisa el árbol de frutos que encienden el ramaje
o la palmera más alta que no puede alcanzar
ni con su piedra de recolector.
Lo fácil de inmediato comparece de luz oscura.
El hacha que degüella acaba con su altura y esplendor.
Este, apresurado como otro funcionario del bosque,
le despoja incluso el alma
resguardada en las semillas precursoras.
Entonces ya sabemos lo que se debe hacer:
¡oremos para que un rayo furibundo
le incendie la conciencia de papel higiénico!.
Dávila Durand, Javier. “Lo que se debe hacer.” La jungla de oro. Iquitos: Tierra Nueva Editores, 2008. p. 15.