Nace de gotas de agua.
Después se va nutriendo de arroyuelos que filtra
el alma de la tierra, su entraña,
y el alto espíritu del Ande que desprende
niebla, nieve y escarcha intensa.
Aquí, en donde cielo y tierra establecen
la ecuación del tiempo infinito del Cosmos,
el sol la incinera en lluvia abrupta,
en cascada fiera y torrente que nada impide.
En esta agenda de geografía dinámica,
las aguas convulsas, ahora lagos y fuentes
que parecieran no tener destino,
han logrado con este ejercicio indetenible y vasto,
formar el Amazonas, el río, los ríos,
todos los ríos en uno y de un solo universo,
y a la vez
-en la extensa humanidad de sus orillas-
establecer pueblos, fronteras, gentes, territorios
en donde el sol y la luna y la Vía Láctea,
confluyen a darle majestuosidad a la Naturaleza,
discurriendo potencialidades en un conjunto
irremplazable y único.
En mi canto de líneas que son riachuelos,
canto a éste de fuerza irreverente,
de caricia que arrasa,
de corrientes que remolinan su ímpetu.
Y cuando detiene o acelera sus aguas de limo,
o discurre por rincones y recodos, por restingas,
el agua es un santuario de peces confiados,
un cielo húmedo, un oasis luminoso
resguardado por la infinita y ahogada sombra de las
orillas.
En esa plenitud excelsa, ¿seré siquiera una célula?
Dávila Durand, Javier. “El río, los ríos, el Amazonas.” La jungla de oro. Iquitos: Tierra Nueva Editores, 2008. p. 31.